Monday, May 5, 2008

Vitaliy Patsyurkovskyy

Lo había visto por distintos callejones durante las últimas semanas. A diferencia de los otros músicos urbanos que inundan las calles principales de Graz con la llegada de la primavera (Austria, entre otras cosas, es conocida por sus prestigiosos conservatorios de música, y muchos de sus estudiantes, que vienen del Este, ven en la calle lo que otros entenderían por una beca) a él, con su pelo corto casi rapado al cero, su pronunciada nuez y su nariz de velero hundido, me lo encontraba casi siempre en los callejones secundarios; en aquellos más estrechos y recónditos.

Daba igual la hora: al ir a trabajar por la mañana o al pasear por la tarde noche con las frescas, ahí aparecía él de pronto en el callejón menos esperado, sentado como una esfinge con sus ojos azules clavados en el suelo, tocando su acordeón.

Casi siempre nos parábamos un rato. Estirábamos nuestra pobreza y, rebañando monederos y bolsillos, conseguíamos dejarle a penas unas monedas.


Tocaba con pasión, aunque casi sin moverse y sin levantar la mirada. Su mirada la dejaba puesta en un punto fijo en el suelo a un par de metros de sí. Cuando terminaba una canción, parpadeaba lentamente, pero no dejaba de mirar aquel punto.

Había algo en él que me hacía pensar. ¿De dónde vendría? ¿Rusia? Quizá Polonia. ¿Tendría alquilada alguna habitación lúgubre aquí en Graz, o dormiría en la calle? De todos modos se pasa el día entero tocando en la calle... pero, ¿no se siente solo? ¿Por qué no mira a los que se paran a admirar su música, su emotivo talento? ¿Qué hará cuando llegue de madrugada a su habitación oscura y vacía? ¿Se sentará en silencio en la cama y seguirá mirando aquel punto en el suelo? ¿Qué verá en aquel punto? ¿Será una ventana mágica con la que recuerda algo que ocurrió en su pasado y de la que emana esa melancolía infinita que le entra por la mirada y le sale por los dedos? ¿O acaso verá en ella una lucecita de esperanza para el futuro?

Siempre me dejaba un interrogante en el corazón.

Uno de esos días resplandecientes de primavera llenos de flores en los que hasta los tranvías parecen ir canturreando, oí su acordeón. Tocaba una melodía alegre, un poco al estilo barroco, así que callejeé un poco para encontrármelo.

Qué música más alegre -pensé. Quizá hoy esté de buen humor.

Pero no, seguía igual, sentado en el suelo y con su mirada fija; aunque ciertamente la música era alegre.

Cuando terminó, otros transeúntes anónimos y yo aplaudimos. Para mi sorpresa, con un movimiento lento alzó la mirada y me miró a los ojos. Pero, justo un segundo después, apartó la mirada -mientras la bajaba de nuevo hasta el suelo, hizo, click, una pequeña y casi imperceptible pausa en medio del trayecto, una pausa que denotaba un pensamiento y el hecho de que ya andaba perdido en el infinito de su mirada.

Fijó sus ojos azules y tristes en el suelo gris y dejó correr unos instantes. Poco después, comenzó a tocar.

Un grupo de unos 5 turistas italianos de unos 30-40 años que pasaba por allí se detuvo a escuchar.

La pieza empezaba con unas notas graves lentas y tristes, unas notas que casi sin fuerza, se arrastraban por toda la pieza. Poco a poco, una melodía más aguda se alzaba de entre la bruma de los graves y, débilmente, parecía decir "estoy herido de muerte, se me va la vida, no puedo, no puedo seguir, muero, muero, muero..."

Aburridos, los italianos empezaron a hablar entre sí por encima del acordeón sobre uno de esos panfletos paras turistas que explican dónde están las cosas más bellas de cada ciudad. Uno de ellos sacó su cámara digital y, postrándose delante del acordeón, empezó a hacerle fotos a la puerta del restaurante junto a la cual se sentaba nuestro hombre.

Tilín, tilín: las campanillas de la puerta anunciaron que salían dos clientes del restaurante.

Tilín, tilín, tilín, tilín: entraban los italianos.

Sin inmutarse, él seguía concentrado, pero esta vez lejos, muy muy lejos de aquel lugar, mientras seguía tocando la canción más triste de aquella primavera.

Flap, flap, flap: unas palomas llegaron volando y se posaron a sus pies, e, ignorándolo al estilo italiano, se pusieron a picotear restos de pan que había junto a sus pies.

Él, tocaba y moría.

Yo, sobrecogido por la música y la escena, seguía allí de pie, helado, mirándole con ojos incrédulos, queriendo abrazarle.

Cuando terminó la pieza, no quedaba nadie. Ni él levantó la mirada ni yo aplaudí.

Ví su gran nuez subir y bajar una sola vez.

Le compré un CD y me marché horrorizado.

2 comments:

Guehe said...

Nunca me había parado a pensar en la procedencia del nombre del acordeón... (Efecto Babero) sin embargo si me he detenido muchas veces a pensar como se puede morir en vida, de hecho he pensado muchas veces que actualmente estoy muerto... asi enfocado, es mas sensato hablar de resurrecciones.

La hermana de mi difunto padre murió este lunes. Todavía no lo he asimilado, siempre me cuesta. La mayoría de sus casi 57 años los pasó aquejada de algún mal. Perseguida desde la infancia por una pronunciada escoliosis que ni su pronto y largo internamiento a muy tierna edad -en el que hizo buenas amigas, que aun conserva, y que pude conocer en el velatorio- ni su prematura jubilación, pudieron evitar que tuviera que depender de una botella de oxigeno para sobrevivir.

Aun así y haciendo su propia interpretación del "prefiero morir de pie..." y aislándose también en su propio mundo, no dejó nunca de hacer cosas, de emprender viajes, de ver gente o de acercarse con valentía a lo desconocido.

Pedagoga,lectora voraz, hábil artesana, internauta novel... estoy totalmente convencido de su influencia en mi vida, incluso hasta en su forma de morir.

Es curioso llamarse Vitaliy y ser un virtuoso y encontrarse virtualmente muerto.

Kymmenen said...

Nunca supe de la existencia de esa tu mentora, Johny.